Los cuadros del mexicano Luis Kerch rebosan luz, vida y color. Paisajes absorbentes que logra con una casi irritable sencillez y maestría. Y curiosamente algunos de ellos, centrados en altiplanicies aztecas y lejanos parajes desconocidos, encuentran ecos de similitud con nuestra naturaleza Canaria. Piteras, pencas y troncos se atraviesan en el lienzo. Rocas y arena. Flores y árboles.
Me detengo en la imagen y esta resulta esquiva, huidiza. Es un punto de conflicto y, paradójicamente funciona como una pintura amable. La atmósfera, espesa, soporta un relato abreviado, aunque de captura lenta. Se trata de una pintura contemporánea, pero en ella intuimos un oficio que se fundamenta en algunos de los logros de la historia del arte y la pintura. Por un lado, la densidad caótica de los estudios de nubes de Constable; por otro, la bruma que cada vez se hace más densa y presente en la obra de Friedrich y que se hará insoportable en los últimos trabajos de Turner. Pienso en cómo John Berger, a propósito de la obra de este último, nos habla de una violencia que está expresada por el agua, el viento y el fuego, que en algunas ocasiones se diría que es una cualidad que pertenece tan sólo a la luz.
Efectivamente, la luz. En las obras de Luis Kerch el paisaje se difumina y la imagen se destruye para activar la imaginación. Lo pictórico se lleva a una situación límite. Por eso siempre hay algo que se nos escapa y el vértigo se apodera de la experiencia. En este sentido, esa suerte de contradicción visual donde cualquier evidencia se quiebra, lo acerca a alguna de las pinturas “ abstractas de Gerhard Richter, que para el alemán son modelos ficticios porque visualizan una realidad que ni vemos ni podemos describir, pero nada y al mismo tiempo poder describir todo lo que vemos en la imagen, es característica de artistas de mirada tensa y captura lenta. Entiendo que así es el proceder de Luis Kerch, como también lo es de fotógrafos como Axel Hütte, que realiza una serie extraordinaria en los jardines de Aranjuez. Para Hütte, como para Kerch, la distancia es algo emocional y la realidad nunca se muestra completa. Pienso también en cómo Monet consiguió la disolución de los motivos en sus cuadros de ninfeas; cómo en ellos resulta
imposible de discernir lo que son propiamente las plantas que flotan y los reflejos; cómo desaparece el horizonte y el espacio no acaba de definirse. Esta serie de obras de Monet, que comienza en 1898 y no abandonará hasta su muerte, responden a aquella intención del artista de
conseguir “pintar el aire”. Lo interesante es cómo a medida que Monet se adentra en el estanque -por él construido y que tan bien conoce- las referencias van despareciendo. Todo es agua
y el impresionismo declina expresionismo abstracto antes de tiempo. Luis Kerch también pinta lo que le rodea y asume la luz que toca en cada caso. Pero el resultado es otro, más cercano a la experiencia extrema de la poesía, donde a palabra es abrasada y donde el creador concibe lugares propios. La capacidad de incitación de un poema es directamente proporcional a la sensación que asumimos ante una de las grandes pinturas de Luis Kerch. El enigma se concentra y el paisaje se convierte en un lugar donde tiembla lo posible. Un espacio sin más idioma que la pintura. Como esa poesía mística de José Ángel Valente que Eduard Reboll evoca al escribir sobre Kerch. Ahondo en ello y recurro también a Valente citando su
Homenaje a Klee:
Efectivamente, la luz. En las obras de Luis Kerch el paisaje se difumina y la imagen se destruye para activar la imaginación.
“El paisaje retiene alrededor del pez inmóvil toda la luz del fondo no visible”
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